jueves, 2 de junio de 2016

José María Manzanares ni sobro ni falto



Madrid 1° de junio.
Por: Jorge Arturo Díaz Reyes

Aun sacudido por la emoción escribo estas insuficientes líneas. Hoy José María Manzanares sin decir una palabra ha demostrado por qué el toreo es una de las bellas artes y entre todas quizá la más bella.

Y lo ha hecho en la plaza de Las Ventas, que de bote en bote hasta en el palco real, bajo un cielo límpido y un sol esplendoroso vivió extasiada el momento cimero de esta feria y de muchas ferias. Desde aquel manojo de verónicas, dibujadas, templadas, cargadas, lentísimas, serenas, líricas con que abrió la faena hasta la tremenda estocada recibiendo, frente a los bajos del tendido dos, todo fue como un poema de amor. Nada sobró. Nada faltó.

“Dalia” el noble y encastado quinto, de Victoriano del Río, que de salida se fracturó la fina punta del pitón derecho, fue interpretado con virtuosismo supremo. Entre las dos varas peleadas de “Josele”, tres chicuelinas verticales de quietud estatuaria, y ¡Una media! Señores. Una media de toro enroscado y gesto grácil pero profundo y mandón.

Ofreció José la lidia al público desde la boca de riego. A este publico que le ha exigido tanto, y que ya sensibilizado por su capote insigne más que agradecerle ovacionó como si presintiera lo que vendría. Dos por alto, trincherazo, otro por alto, trincherazo, cambio de mano y ese pase de pecho, suyo, solo suyo, largo, casi circular, eterno, vaciado por sobre su hombro que el bravo tomó con brío enervante. La plaza bramaba.

Y él, sereno como el agua en calma. Tanda derecha, templada, plantada, de torso erecto y trazo tenue, y de nuevo ese de pecho redondo, tan conmovedor y tan propio que bien podría llevar su nombre. La faena fluyó por la diestra, líquida, transparente, acompasada, con lento temple, con rimada cadencia. ¿Schumann, quizá? Sin embargo cuando desembocó en el torero natural se revistió de pompa, de majestuosidad, de grandeza ¿Beethoven, tal vez?

Nada de alivios, nada de pico. Suerte cargada. Toro en jurisdicción. En redondo, uno, dos tres, cinco, siete, diez, catorce… no se cuantos, más el repentismo del natural invertido como una discreta ofrenda. A cual más hondo, a cual más abrumador, porque todo lo que había comenzado muy arriba, increíblemente fue a más alcanzando cotas de sublimidad. Veinticuatro mil oles al tiempo acompañaban cada pase.

Con el toro en tablas, cita para “la estocada de la Ley” que llamaba Don Pedro Romero. La ejecuta toreando, porque a diferencia del volapié, recibiendo se torea, y sepulta el acero letal en la cruz hasta los gavilanes, abriendo las puertas del manicomio. Las dos orejas, la petición del rabo, la vuelta triunfal unánime, y también la vuelta pedida y no concedida para el gran toro. ¡Qué momento José María! Quizá solo te faltó una cosa, que tu padre te hubiera visto torear esta tarde. Hubiera llorado.

La puerta grande se abrió a su paso, seguido a hombros por López Simón a quien la presidencia otorgó la misma premiación por una lidia de muchísimos menos vuelos, desatando la indignación de la gente seria y llevándose una sonora bronca. Por supuesto Alberto no tuvo culpa ninguna. Castella tras rematar su cuarta corrida en esta feria se fue a pie y cariacontecido, tras dos faenas inanes a bondadosos toros de un encierro parejo, bien presentado que brindó fiesta y mucho que torear.

Jorge Arturo Díaz Reyes


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