El toreo es, definitivamente, la armonía de los contrarios. A la violencia del toro responde el temple del torero; contra el peligro, el valor; ante la movilidad, la quietud; frente a la fuerza, la razón. Y siempre, la despaciosidad. Para ejecutar el toreo, y para contemplarlo, hay que tener los ojos bien abiertos, y la mente en estado de alerta. Pero el artista debe propiciar, a sí mismo y a los demás, la comprensión de la lidia con el supremo don de la lentitud, consecuencia de la serenidad y de la inteligencia más abierta.
El arte de la tauromaquia es, sin duda, una manifestación cultural que encarna la complejidad de la vida y sus contradicciones. En el ruedo, se establece un diálogo tenso y emocionante entre dos antagonistas: el toro y el torero. Este enfrentamiento no solo es físico; es un ballet de emociones y habilidades donde la violencia del animal contrasta con el temple sereno del hombre que lo enfrenta.
En este escenario, el peligro latente exige valentía. El torero, despojado de temores, se enfrenta a la bestia con una elegancia que transforma el acto de matar en una obra de arte. Mientras el toro embiste, la quietud del torero se convierte en la clave para una actuación magistral. La movilidad frenética del animal contrasta con la calma casi poética del matador, quien debe razonar cada movimiento con precisión y destreza.
Así, la tauromaquia se convierte en un reflejo de nuestras propias luchas internas, donde la fuerza bruta del toro simboliza los desafíos de la vida y la razón del torero representa nuestra capacidad de superarlos. Este arte, lleno de tragedia y belleza, nos invita a contemplar la dualidad de la existencia, donde la armonía se encuentra precisamente en la confrontación de los opuestos.
La tauromaquia no es solo un espectáculo público propio de una cultura o un país. El toro y todo lo que conlleva, ha sido desde tiempo inmemorial fuente inspiradora del Arte y por lo tanto de la Cultura.
No se conocen representaciones de seres vivos más antiguas que las del toro y por otro lado, las últimas energías del mayor intérprete artístico de la tauromaquia, Pablo Picasso, estuvieron dedicadas a la efigie de un Matador.
El toreo es presentación por la muerte potencial de sus dos participantes. En este rito, no hay cianuro ni daga que represente la muerte como en Romeo y Julieta; aquí la muerte es muerte porque el estoque es estoque y la sangre es sangre. Muerte que deviene eucaristía por su significado simbólico: la corrida es el relato de la lucha heroica del hombre contra el animal.
El artista, que es el torero, opera por medio de la embestida del toro, que es a la vez su adversario y compañero. Estas dos concepciones —la tauromaquia como lidia o como arte— originaron los dos grandes estilos del toreo. Cada uno obedece a sus propios conceptos de belleza, equilibrio y armonía de movimiento que redundarán en distinta hondura, plasticidad y verdad.
La Fiesta de los Toros, tal como se concibe en la modernidad, ha sido tocada por artistas de distinto signo y en todas las disciplinas expresivas, desde las artes plásticas al cine, pasando por la literatura, sea en su versión narrativa o poética.
Es casi imposible explicar lo que se siente ser taurino.
Pinturas; Humberto Parra
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El torero se viste de luces para enfrentar la muerte como un rito de transformación, donde el traje simboliza la grandeza, la responsabilidad y el coraje. Este atuendo, ricamente bordado con oro, plata y lentejuelas, representa una armadura simbólica que lo prepara para la batalla en la plaza, permitiéndole olvidar su vida personal y asumir el peligro.





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